miércoles, 12 de febrero de 2014

La música que te baila en la punta de los modales aburridos.


Frente a la ventana de la izquierda del salón de un piso de un edificio del final de mi calle
hay un piano
que a veces habla
flojito
apasionado
triste 
tierno 
llorando,
o se queda mudo y solo,
 y también lo escucho.

Los vecinos se han olvidado 
de que lo odiaban
cuando jugaba y tropezaba y
se caía en un do desafinado,
manchando toda la escalera 
con pérdidas de ritmo.
Luego lo mandaron a la escuela, 
dejó de reír,
le pusieron un uniforme gris solfeo
-no hay color más muerto-, 
y madrugaba mucho 
para esperar un recreo
donde sonreír un poco
en el mismo do desafinado.
Los vecinos le seguían odiando
de 9 a 2 y de 5 a 8. Pasó años hablando
sin decir nada 
por miedo. Maduró sin querer
y dio su primer beso de
menos de dos minuto
en un Himno de Beethoven.
Le llegó el estirón 
(de corazón) 
y conoció a Mozart, 
a Bach; 
le regaló las estaciones a Vivaldi,
Handel, Brahms;
un día, se desnudó por completo, 
le tiró el gris a la cara a los vecinos 
se volvió a reír. 
Ya solo le odiaban 
algunas noches,
cuando no podía dormir. 
Encontró a Chopin
en un nocturno en mi bemol mayor op. 9 nº2,
 y supo sin ninguna duda
que quería que fuera su risa 
todos los días de su vida. 
-aún se siguen conociendo
y cada vez se gustan más-. 
Tuvo hijos inéditos 
nacidos del alma, y los vecinos empezaron a visitarlo
para que durmiera a los suyos. 

Ese piano tiene nombre de mujer 
-no la he visto nunca-, 
pero siempre paso bajo su ventana
y sé que la conozco, 
que el alma le nace de los dedos 
muchas veces, 
y me parece muy bonito
o muy triste
o muy humano. 
Frente a la ventana de la izquierda del salón de un piso de un edificio del final de mi calle 
hay una chica, 
y ojalá 
que siempre esté ahí.

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