Frente a la ventana de la izquierda del salón de un piso de un edificio del final de mi calle
hay un piano
que a veces habla
flojito
apasionado
triste
tierno
llorando,
o se queda mudo y solo,
y también lo escucho.
Los vecinos se han olvidado
de que lo odiaban
cuando jugaba y tropezaba y
se caía en un do desafinado,
manchando toda la escalera
con pérdidas de ritmo.
Luego lo mandaron a la escuela,
dejó de reír,
le pusieron un uniforme gris solfeo
-no hay color más muerto-,
y madrugaba mucho
para esperar un recreo
donde sonreír un poco
en el mismo do desafinado.
Los vecinos le seguían odiando
de 9 a 2 y de 5 a 8. Pasó años hablando
sin decir nada
por miedo. Maduró sin querer
y dio su primer beso de
menos de dos minuto
en un Himno de Beethoven.
Le llegó el estirón
(de corazón)
y conoció a Mozart,
a Bach;
le regaló las estaciones a Vivaldi,
Handel, Brahms;
un día, se desnudó por completo,
le tiró el gris a la cara a los vecinos
se volvió a reír.
Ya solo le odiaban
algunas noches,
cuando no podía dormir.
Encontró a Chopin
en un nocturno en mi bemol mayor op. 9 nº2,
y supo sin ninguna duda
que quería que fuera su risa
todos los días de su vida.
-aún se siguen conociendo
y cada vez se gustan más-.
Tuvo hijos inéditos
nacidos del alma, y los vecinos empezaron a visitarlo
para que durmiera a los suyos.
Ese piano tiene nombre de mujer
-no la he visto nunca-,
pero siempre paso bajo su ventana
y sé que la conozco,
que el alma le nace de los dedos
muchas veces,
y me parece muy bonito
o muy triste
o muy humano.
Frente a la ventana de la izquierda del salón de un piso de un edificio del final de mi calle
hay una chica,
y ojalá
que siempre esté ahí.
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