sábado, 29 de junio de 2013

La diatriba de un loco es siempre sobre la cordura.

Entended que nunca os tome en serio cuando decís que os queréis morir
y al día siguiente estáis vivos.

El prólogo al diario de mi vida sería una sola palabra:

murió*.
(*aunque antes ensayó muchas veces.)    

 
Se puede sonreír de tantas maneras distintas que ya he olvidado si en alguna era feliz,
o si era yo,
o el monstruo que guardo entre la ropa de algodón suave para que dé los buenos días los lunes,
y las buenas tardes los domingos;
o la muñeca de cera color crema que finge llorar con las películas de amor cuando está sola (siempre),
y huele a manzana cuando la queman;
o el trocito de reflejo que se cuela entre mis pestañas cuando cierro los ojos al lavarme los dientes,
y que mata.

Nunca se le puede preguntar a un loco el por qué lo está,
porque no lo está,
somos nosotros.

Tenemos tanto miedo a vivir como a morir, y por éso estamos tristes.
He aprendido que en vez de la felicidad, voy a buscarme a alguien que me permita escribir
y llorar
hasta desangrarme,
(aquí es cuando os dais cuenta de que he dicho lo mismo.),
que me muerda la alegría y el cuello,
y que devore las palabras pensando en la piel de mis clavículas,
porque no sé para qué voy a querer romperme por alguien que me quiera absolutamente.
Todos bailan y se pisan los pies,
y resulta que ahora la luna tiene más poetas que gatos,
que han aumentado las ruinas y los canales de Venecia según las últimas estadísticas,
-y Dámaso lleva toda una vida llorando por los cadáveres de Madrid,
cuando los que se están pudriendo son los vivos-.

Cada vez me da más vergüenza sufrir por miedo a ser como vosotros,
y tener que decir que sufro para sufrir mejor,
y qué asco.
Yo con el silencio me suicido mejor y más rápido,
y puedo seguir viviendo para morirme más veces
                                                                         cada tres versos necesito recordarme que no me haces falta
                                                                                       y borro los pronombres personales de mis sueños.
Y es que la tristeza más bonita que he visto nunca
todavía no la he visto.

Todo lo que he aprendido del dolor, nunca entraba en los exámenes,
porque las respuestas a las preguntas siempre se decían en voz baja,
en una despedida,
en una nota a pie de página*
o
no
se
decían.

Dejad de querer decir que os habéis muerto
si ni siquiera sabéis lo que es estar viva por obligación
a otras personas.
           




                                                                                                                                                                                                *(vacía).     

jueves, 27 de junio de 2013

Declaración de tristeza de S.




Nadie quiere tomar chocolate caliente con Sophie.

Ella sueña, pero no lo sabe. Dicen que no puede comprender lo que es soñar. Cree que todo lo que dibuja en su cabeza es real, así que sus recuerdos son de colores tan vivos que cada silencio con ella se llena de pequeñas campanitas que ríen en sus labios sin querer. Para ella lo irreal es lo que ve por la ventana a la hora en la que el mundo se despierta, porque cree que la ciudad duerme, y teme a los monstruos que encierran sin llave en sus armarios (sigue cerrando los ojos con una bombilla tenue iluminando su mesilla, como método preventivo). Qué tontería, me digo. Cualquier hombre del saco se enamoraría del brillo que irradia Sophie. Deberían asustarla las cientos de hormiguitas que corretean llevando muecas tristes de payaso en la corbata, pero sólo le preocupa que llueva y se mojen sus paraguas.

Así que no, prefiere no salir al gris de fuera. Por qué. Para qué. Con qué zapatos.

A veces, cuando todo está calmado, voy a verla dormir. Me gusta cómo tiembla su nariz al respirar, y muchas veces he escrito sobre la forma en la que se le enreda el pelo en los diminutos pendientes de brillantes, (el pelo le huele a champú de miel. Ella sonríe cuando lo acaricio, y me promete que seremos amigas para siempre. Aunque qué es prometer.) Le he dicho que sus ojos se merecen un nuevo tono de azul, porque es casi tan transparente como ella, como el hielo que se forma sobre los pétalos de las flores que bordean los caminos. No sabe que guarda toda la melancolía del mundo en las pupilas, (todo el mundo conoce los fijos ojos tristes de Sophie). Sus labios parecen fresas, pero tampoco sabe lo que es recoger fresas en Abril porque le da miedo viajar en coche. Piensa que soy valiente por encerrarme en una cápsula de hierro inerte que se mueve muy deprisa, sin notar el viento durante muchas horas. Casi parece que describe la forma en la que vivo. Confieso que muchas veces he querido parar el coche y quedarme quieta en el asfalto de alguna carretera solitaria, notar el calor del suelo, el viento viajando entre los arbustos, el paisaje en completo silencio. Cuando me siento en el suelo a mirar la niebla que disuelve el horizonte, no parece tan terrible soñar en colores y ser amigas para siempre. Sólo que el trigo acariciando el aire no es tan hermoso desde detrás del cristal (en el que le gusta dejar la huella de los dedos, porque tiene miedo de no dejar nada suyo en el mundo) pero es lo único que puede tener.

Dice que le gusta andar descalza por el pasillo hasta que el frío le hace cosquillas en los pies. Y yo pienso que es terrible que nadie le haya enseñado a bailar, porque la primavera atravesaría todas las estaciones para enredársele en los tobillos o en las floreadas medias blancas para ayudarla a dar vueltas sobre la moqueta. Su falda de gasa azul parece ondular y flotar en medio de la estancia, como si fuera una sirena del aire que no puede cesar de girar.

Hace meses que ya no lloro por ella, ni por su forma de cerrar los ojos al sonreír.
Lloro por el resto del universo.




Nunca se lo he dicho, pero creo que Sophie crea música con cada risa.

domingo, 9 de junio de 2013

El dolor tiene una poesía para él solo.


No existimos cuando queremos ser felices.
El mundo se sienta a oscuras en el suelo, con la espalda
podría recorrer con la punta de mis miedos cada vértebra
apoyada en las persianas bajadas, suplicando que no salga el sol.
Escucha cómo la luz mata cada una de mis tristezas,
o las entierra,
o las esconde.
Creo que sólo estamos muertos por el placer de llevarnos flores,
y olvidarnos de nosotros mismos en los aniversarios,
llorar un poco con las fotos antiguas,
desgarrar las sábanas
nadie quiere fingir dormir en la cama de un sonámbulo 
y utilizarlas como vendas para los ojos,
hasta arrancárnoslas y escribir microcuentos de suicidio en ellas.

                                                                                                                                  Están en blanco.
                                                                                                                                   Y siguen sucias.

Mírame,
como si pudieras verme.
Hemos hablado de precipicios después del café frío,
y ahora que no me escuchas
(cierra las puertas antes de decir que siempre lo haces,
porque cuando parpadeas tienes fugas de mentiras en las sienes)
voy a gritar hasta romper el silencio
en cristales con los que pueda crear abismos rojos en mi piel,
hay una forma de estar callada que se parece a morir.

Si me quisieras no sería divertido quererte,
porque a qué ruina voy a escribir siendo feliz,
si éso existe.
(Tengo sin estrenar un abrigo destrozado
y creo que en el bolsillo derecho me he dejado
o me han dejado a mí
cuatro migajas de felicidad a medio quebrar,
y qué pena
que la ropa no me quite el frío.)

                                                                                                            Puede que ese payaso de la esquina
                                                                                                             tenga la sonrisa más vacía de todas.

Y qué envidia.