domingo, 9 de febrero de 2014

Te echaba de menos.


Me asusta ya no conocerte,
de qué estás hecho bajo las sonrisas educadas,
o de qué color tienes ahora el ánimo cuando juras que estás bien;
no confiar en cerrar los ojos contigo
por si de pronto ya no estás, y me encuentro sola,
y al abrirlos descubro que sigues todavía sentado junto a mí,
pero ya no eres tú.

Antes habría jurado entender cada una de tus risas silenciosas,
saber cómo diferenciarte en todos los días que me regalaras,
cuando te noto apretar los puños escondiéndolos bajo la mesa
y tensas la mandíbula clavando la vista en un universo ínfimo de la pared,
o cuando se te escapan de los labios suspiros ahogados en vida,
y tus dedos se mueven solos añorando una música que solo tú oyes.
Habría hecho callar a una sala al completo de amigos desconocidos
para defender tu alma ante cualquier pecado que la manchara,
cuando el mayor pecado era la ira que te domina los ojos si la llamo
o el sufrimiento pleno de un corazón que no encuentra su hueco.
Bastaba un gesto tuyo para que la seguridad se encontrara a tu lado,
en un abrazo efímero, en una carcajada sin aire,
en una caricia de ternura, en la piel que lame tus brazos;
la confianza plena era la verdad que compartíamos,
el saber que me dejabas quererte a mi manera
sin temer nada, porque conocía todo aquello que escondías.

Antes.



Ahora tu nombre sigue siendo tu nombre,
pero diez cosquillas de menos.

Ojalá que nunca leas esto sabiendo que hablo de ti,
de la confianza que me he dejado en un bar cualquiera,
entre el humo de cien cigarros y olor a marihuana,
en una botella de vodka, dos de tequila y mil cervezas,
en el envoltorio de un preservativo abierto sin amor,
en el desconocimiento de creerte todavía a mi lado
cuando has pasado meses recorriendo otros mundos
sin dejarme una nota de despedida sobre la mesa.

Habría perdonado incluso que me mataras,
si antes me hubieras dicho que querías hacerlo.

Quizás lo que más me aterre sea andar sin rumbo,
levantarme de la cama y vestir la misma felicidad ajada,
abrigarme para mantener el frío dentro del pecho,
y que ya no estés tú para susurrar que sabes que tengo miedo.

Y seguiré pintándote las mismas sonrisas brillantes,
la misma alegría entre bromas y páginas de texto.
Seguiré estando contigo en tus enfados y tormentas,
cuando las palabras se te escapen de la boca necesitando un oído
y la chica que ayer te besaba hoy te de la espalda en los pasillos.
Te brindaré el apoyo tierno que siempre me has brindado,
la amiga que he creado moldeada a tu amistad,
y aún querré borrarte las marcas de dolor de las ojeras.

Perdóname si algún día no puedo,
si el vacío se me expande hasta las manos,
y al abrazarte notas que ya sólo siento tu abrazo.

Puede que algún día vuelva al bar donde nos perdimos,
y recupere la manta de bondad con la que yo creía abrigarte.
Mientras, intentaré conservar el calor del recuerdo que me diste.

Habría perdonado incluso que te ocultaras en tus sombras,
si antes no me hubieras pedido la más absoluta claridad.

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