sábado, 9 de agosto de 2014

Adicciones de pega


La primera vez que pruebas el café, la cerveza o el tabaco, sientes asco. Solo puedes notar un sabor repugnante en la boca y te preguntas a ti mismo cómo la gente puede basar -y basan- su existencia vital en esas tres cosas, cómo pueden reunirse alrededor de una taza, jarra o cigarrillo día tras día por elección propia, y tienes la absoluta certeza de que la nuestra es una sociedad de gilipollas, de la que nunca formarás parte porque no repetirás esa asquerosa sensación. Y, en la mayoría de los casos, repites. Repites porque te dicen que el café te mantiene despierto, que la cerveza refresca y te hace más simpático, que el tabaco tranquiliza y queda de puta madre cuando sostienes el cigarro y exhalas el humo como en las películas americanas. Repites porque te prometen que te acostumbras al sabor. Y lo haces. A veces me pregunto por qué tomamos la decisión voluntaria de acostumbrarnos a algo que desde el primer segundo detestamos, y nos paseamos por la calle demostrando abiertamente nuestra estupidez, luciendo con orgullo una medalla al valor de ser totalmente idiotas. Nos acostumbramos a los programas de televisión, a las canciones de la radio, a las verduras, a las vacunas, a la depilación, a las clases aburridas, a enamorarnos de quien no debemos, a los vecinos, al ladrido de los perros, al mundo. La primera vez que me enamoré de ti, fue el primer trago de un café con azúcar o una cerveza suave, la primera calada de un cigarro light, y solo noté el sabor amargo cuando terminé. Me dije a mí misma que el amor era una debilidad absurda, que nunca volvería a repetir esa experiencia, que las personas éramos completos imbéciles en busca de más dolor del necesario. Repetí. Repetí porque me mantenías despierta y alerta entre tus brazos. Tu risa refrescaba a la mía y de pronto todos aquellos imbéciles con más dolor del necesario me caían simpáticos. Conseguías tranquilizar mis noches con una palabra, y tu piel con la mía quedaba de puta madre exhalando suspiros a oscuras como en las películas americanas. Repetí aunque me hubiera prometido que no merecía tenerte. Y no lo merecía. A veces me pregunto por qué tomé la decisión de mantenerte al margen, deambulando sin rumbo entre frases vacías, escondiéndome de mí misma con una medalla a la cobardía escondida bajo el pecho. Me acostumbré a dejar de verte, a nuestros silencios, a la insana tarea de olvidarte, a dejarte ir, a obligarte a no quererme. Tiempo después te miré a los ojos y supe que estaba tan enferma por esa adicción, que te sonreí con tres tazas de café en vena, te pedí un cigarrillo y te propuse quedar a tomarnos una cerveza algún día. Porque me había acostumbrado a ese asqueroso sabor en la boca del estómago de quien echa de menos algo que ha querido perder.

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